No hay
sueño sin pesadilla
Es noche
buena. Claro de luna. Carlos sonríe porque encontró la fórmula una que le había
robado Marccelo, su secuás. El niñito está atento como sapito contento y lo caza
como mosca de entre unos ladrillos de la parrilla en la que ayer incediaron un
batman. El niño mira en sus manos ese auto peligroso y reconoce en él un futuro
de inaudito verdor. Ha recuperado sus sueños.
Veinte
años, ocho horas y algunos minutos más tarde, en la pista, Carl surca
contendientes. Se mete entre ellos uno por uno y como pantera asustando venados
y llega a la meta. Mejor dicho, está por llegar pero de pronto su auto comienza
a incendiarse. Nadie entiende por qué. El niño, en llamas, llega a avistar en
las alturas un rostro de orejas picudas que, sonriente, parece decirle: “Jojojo,
todo vuelve, amiguito”
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